Ahora
La daga de plata es todo lo que me
queda. Es, ambas, reconfortante
y dolorosa, porque me recuerda todo lo
que he tenido, que tuvo
lugar, y que me quitaron.
Es mi pluma, también. Con ella,
escribo mi historia, una y otra vez,
en las paredes. Así no me olvido. Así
se vuelve real.
Pienso en las manos de Conrad, el
cabello oscuro de Rachel, la boca
como un capullo de rosa de Lena.
Entonces
Jamás debí haber robado su billetera.
Pero ese es el problema con
el amor, actúa en ti, trabaja mediante
ti, resiste tus intentos de
controlarlo. Por eso se volvió tan
aterrador para los legisladores:
el amor no obedece reglas más que las
suyas.
En mi corto tiempo allí, hice dos
buenos amigos: Misha, que me
llevó con Rawls y estaba intentando
conseguirme papeles falsos,
también; y Steff, que me enseñó como
robar de los bolsillos y me
mostró los mejores lugares para
hacerlo.
Así es como supe el nombre del hombre
con el que me casaría algún
día: le robé la billetera. El leve
toque, mis manos a través de su pecho,
el momentáneo contacto, fue suficiente
para sentirlo en su chaqueta,
deslizarlo en mi bolsillo, y correr.
Debería haberme desasido de la
billetera y conservado el dinero, como
Steff me había enseñado. Pero
incluso en ese momento el amor estaba
trabajando dentro de mí,
volviéndome estúpida y curiosa y
descuidada. En vez de eso tomé la
cartera de vuelta a la guarida y
esparcí su contenido cuidadosamente,
ávidamente, en mi colchón, como un
joyero inclinándose sobre sus
diamantes. Una tarjeta de
identificación del gobierno, original, impresa
con el nombre de Conrad Haloway. Una
tarjeta de crédito, dorada, emitida
por el Banco Nacional. Una tarjeta de
fidelidad en el Boston Bean,
estampada en tres ocasiones. Una copia
de su certificación médica; había
sido curado exactamente hace seis
meses. Cuarenta y tres dólares, lo que
era una fortuna para mí. Y, dentro de
una de las solapas para tarjetas de
crédito vacías, distorsionando el
cuero ligeramente: una daga de plata, del
tamaño del dedo de un niño.
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